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jueves, 9 de diciembre de 2010
LA RAÍCES DE LA MALDAD HUMANA
Especialistas intentan explicar los más torcidos sentimientos de las personas
Las raíces de la maldad humana
La envidia impulsa al homo sapiens como a ningún otro ser y penetra sus pensamientos. Es como un motor que lleva a un sendero oscuro.
Hacer daño a otro causa placer. Y prevalece la idea de castigar la deslealtad. Economistas y biólogos investigan dónde nace la maldad y entregan interesantes conclusiones.
La Nación
RAFAELA BREDOW
“Listo”, dice Mimí, de 3 años y empuja la bolsita con los masticables sobrados. Está muy satisfecha ella, no quiere comer nada más dulce. Emma, su hermana mayor, está atenta. “Entonces puedo yo…, ¿o no?”, dice la niña de 5 años y agarra los dulces. “¡No!”, grita Mimi. Rápidamente vuelve a apoderarse de la bolsita y abarrota el resto de los dulces en su boca. Todos a la vez.
Esta pelea cotidiana en la habitación de niños demuestra que la envidia se establece temprano en el ser humano y llega a su punto culminante expresándose como alegría por mal ajeno. Por ejemplo, cuando los adultos se divierten con el daño de otras personas.
¿Solamente el ser humano es tan infame?, se preguntó el investigador canadiense Keith Jensen.
Detrás de la interrogante de Jensen se esconden preguntas fundamentales que se discuten actualmente entre los neurobiólogos, los científicos de la evolución y economistas, y a cuyas repuestas recién se acercaron un poco a través de ensayos en niños, adultos y monos.
¿De dónde viene la envidia? ¿Para qué sirve? ¿Es una herencia antigua de la evolución del hombre?
Para probar esta última idea, Jensen puso a prueba a un chimpancé. Construyó un aparato con dos cuerdas y dos mesas rodantes, cada una con un plátano. Cuando el mono tiraba desde su jaula de vidrio la cuerda izquierda, una bandeja con trocitos de plátano se acercaba al animal. Si elegía, en cambio, la cuerda derecha, su vecino también podía alcanzar las delicias.
Si en el animal hubiese existido la maldad de la pequeña Mimí, su opción hubiese sido tirar siempre la cuerda izquierda para no dejar nada para el otro. Pero el chimpancé no lo hizo. Sin preferencia, tiró dos veces la izquierda, de repente la derecha. Ni pensar en envidia. “Lo que más le importó era recibir algo para comer”, resume Jensen.
El ser humano, sin embargo, es totalmente distinto: está absolutamente dispuesto a privarse de una satisfacción si puede jugarle una mala pasada a la persona de enfrente.
Eso descubrieron también economistas como Ernst Fehr, de la Universidad de Zurich, que en un juego que llamaron “ultimátum”, observaron el poder de la vileza.
Los economistas le entregaron 100 euros (63.000 pesos chilenos) a una persona. Según las reglas, ésta podía ceder una parte del monto a su compañero de juego haciéndole una oferta primero. Si el compañero aceptaba el monto, los dos se podían quedar con su parte del dinero. Si al obsequiado no le parecía el monto ofrecido, lo rechazaba.
Lo extraño de esto es que la mayoría rechazó incluso una oferta de 25 euros. “De pura maldad”, dice Keith Jensen, “solamente para castigar al otro por su actitud injusta”. Según el principio: Si no sobra suficiente para mí, el otro debe sentir lo que le da su avaricia.
Al parecer esto es exactamente la idea de la maldad, según los investigadores. Para los participantes el castigo era merecido porque educaba la lealtad.
En cada ronda, tras una pérdida total de su dinero por una oferta rechazada, los avaros daban 7 euros más por término medio, relata el economista Fehr. Es decir, el castigador malo se sentía en verdad -aunque inconscientemente- un bienhechor.
“Castigo altruista”, así le llaman los científicos a este método de educación como el del juego del ultimátum. Altruista, ya que la mayoría rechazó los 25 euros incluso cuando sabían exactamente que había solamente una ronda para jugar. La idea de los participantes era entonces educar a los “jugadores injustos” para lograr un espíritu cívico.
Según Fehr, lo mismo sucede con un cazador o coleccionista en un pueblo de chozas en Tanzania, o con quien es empleado en una democracia moderna. El homo sapiens es adherido al espíritu cívico y coopera: todos dan su parte para que todo salga bien. Así hace guerras, así construye casas, así hace el comercio mundial. “Esta capacidad es absolutamente fundamental para el ser humano”, acota, “y su capacidad cooperativa es única”. Eso lo diferencia del animal como ninguna otra característica.
Los genes de la maldad
Pero, ¿cuándo se anidó la justicia y con ella la maldad en la mente humana? ¿Y cómo: a través de la genética o por medio de la cultura? Sea aprendido o congénito, la alegría del mal ajeno por el castigo de personas injustas parece profundamente cimentada en la biología humana.
Una prueba sólida fue recién aplicada por Tania Singer y sus colegas del University College de Londres.
Ellos desarrollaron un juego de cooperación. Dos actores participaron a escondidas: uno como un aprovechado desconsiderado, el otro un buen hombre cooperativo. Al final los científicos castigaron a los dos jugadores ante los ojos de los demás participantes con leves shocks eléctricos en las manos; un dolor parecido al de una picadura de abeja.
Con métodos de imágenes, Singer midió las reacciones en los cerebros del público. Cuando castigaron al prójimo amable, las neuronas de los espectadores señalaron pena.
Distinta fue la reacción de los participantes cuando la sanción cayó sobre el hombre “malo”. Las células neuronales en el centro cerebral, sobre todo de los hombres, se activaron. Sintieron una especie de recompensa. Al parecer, disfrutaron el castigo.
¿Por qué no se alegraron las mujeres? Esta reacción distinta se debe al hecho de que el castigo es físico, sospecha Fehr: “Encontramos indicaciones a que las mujeres prefieren sancionar las violaciones de normas con castigos en forma de multas. Los hombres, en cambio, sienten más bien el impulso de pegar al otro por actuar injustamente”.
© Der Spiegel
(The New York Times Syndciate)
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